viernes, 18 de julio de 2014

De mortales.



Es el fin del mundo y yo sentada en un café. Hay un gordo sentado a mi lado, me doy cuenta que no se entera de nada. Me gusta que pase de esta manera, lo imaginé hace unos minutos, el fin del mundo. Por fin ¡Cómo me gusta jugar con la idea de la muerte!. Lo que me recuerda al silogismo de Cayo, pero Cayo no era una mujer, Cayo no tenía una gata que no tiene un ojo, Cayo no tenía el corazón roto y el alma entristecida, Cayo no se perdió jugando bebeleche cuando tenía siete años, Cayo no lloró después de perder su virginidad, ni atropelló un vagabundo en la oscuridad con su bicicleta. La lluvia que golpea los muros del café, separandola con gran pena de mi. No hay refugio para los pies, ni refugio contra el viento, sólo aquí, conmigo y con el gordomasticachicle. Al otro lado del salón alguien traba las puertas con sillas. La puerta más cercana a mi se abre inesperadamente y un fuerte viento empuja la lluvia hacia mi, y yo no me protejo porque estoy lista. Cayo no tuvo un pollo que murió aplastado en el patio de su casa. Pero la tormenta también me abandona (y siente un vacío en el pecho, como si hubiese una aspiradora ahí dentro, escribió D. H. Lawrence). La lluvia ha cesado y el viento disminuye, aún pienso que es un buen escenario para mi muerte. Pero ¿acaso a Cayo se le humedecían los ojos cada vez que recordaba sus estúpidas y dulces fantasías?

miércoles, 16 de julio de 2014

Souvenirs



La verdad es que la causa de su silencio y mal gesto son el olor del trabajo, el olor del smog que se cuela por las ventanillas, los alientos y etcéteras deambulando en el camión. Aunque sí intenta hablar. Derrotado, se pone a leer los letreros de salida de emergencia que hay en las ventanas y en su mente pronuncia las frases en portugués y en francés sólo por aburrimiento. Alguien intenta sentarse a su lado y lo molesta el tener que ir del lado de la ventana en donde decenas de personas han recargado sus sebosas cabelleras desde la primera salida, sobre todo en la primera salida. Su mal humor surge efecto y la persona sigue de largo.


-Hey, ¿por qué se te hace un nudo en la garganta cuando lloras?
-No lo sé, no lloro.


Si lloraba, a veces. Lloró cuando se murió su perra y no hay más anécdotas de su llanto, pero si lloraba. Lo del nudo en la garganta lo sabía perfectamente pero la pregunta de ella le pareció romántica, “la garganta se abre para permitir que los pulmones obtengan más aire y esto implica la ampliación de la glotis que a la hora de tragar se dificulta ya que este tiene que cerrarse para que no te ahogues”, tenía la explicación y podría decirle que no había suficiente espacio para que tragara saliva y tomara el aire necesario para sus lloriqueos pero, la quería y no era esa la explicación que buscaba, aunque no hubiera respuesta romántica para eso.

Hoy ella se quedo llorando en el rincón, la sábana cubría la mitad de su cuerpo y se negaba a dar la cara, sólo se oía su moqueo. Sentado en el camión se preguntó si ella estaría pensando como él en esa tontería del nudo en la garganta. Quería darle la explicación escueta en la que había pensado el otro día, también quiso acercarse y hacerla hablar, contentarla, hacerla feliz, contarle lo del nudo, tal vez decirle que ya dejara de llorar y que él le contaría que también lloraba y no sólo esa vez de su perra que ella ya sabía. Ojalá ella hubiera sabido esto en el camino así no se habría bajado sin despedirse, pero es ese olor, a cigarro impregnado en la ropa y los cabellos.

jueves, 29 de mayo de 2014

El desprecio



Nos citamos frente al museo, ahí en donde hay una fuente. Yo había llegado a la hora acordada como es mi costumbre y me quedé veinte minutos esperando. Había buscado su cara entre un grupo grande de adolescentes reunidos en el portal sin encontrarlo. Sentía las miradas curiosas de los teens recargados en las promociones del mes. Encendí un cigarrillo. No lo había visto en cinco años y no estaba segura de qué buscar. Observé la calle mojada y la cantera rosa que palidecía con la lluvia. Mi teléfono sonó y contesté a regañadientes por el cobro de la larga distancia. Era él, lo siento se me presentó un pequeño inconveniente en la producción y además he olvidado cómo calcular mis tiempos de traslado sin automóvil. Ah, dije yo volteando lo ojos. Lancé mi cigarro que siseó agradablemente al contacto con el piso mojado. Colgué. No estaba molesta pero me pregunté por qué había aceptado esa reunión. Mi desapego con las relaciones evitaba cualquier tipo de sentimentalismo que el tiempo pudiera generar.  Lo vi bajando del taxi, que es por cierto un automovil, lucía igual que la última vez cinco años atrás en algún lugar que no recuerdo, se veía muy animado de verme, podría atreverme a decir que feliz. Me pregunté qué pensaría él de mi ceño perpetuamente fruncido. Pagó el taxi y se abalanzó contra mí levantándome del piso y dándome vueltas como si se tratara una pequeña yo de seis años y mi papá en algún parque entre los snaks y los juegos mecánicos. Me dio varias vueltas entre efusivos holas y cómo-has-estados, las vueltas aéreas me tomaron desprevenida pero no por sorpresa. Mientras volaba por los cielos con mis tetas bien presionadas contra su pecho un olor a humedad proveniente de su ropa se clavó en mi nariz. Fue ahí, en la quinta vuelta, cuando decidida y descortésmente, lo empujé y me liberé. Alguna gente no sabe cuando parar. Nunca te había visto de anteojos, me dijo. Caminamos hacia un bar, él ordenó un whisky que hablaría bien de su masculinidad, y yo una cerveza. Le dije que tenía que irme en media hora porque tenía un compromiso pero era una mentira. Me miró y parecía una cabra desorientada en la ciudad, bueno, me dijo, siempre es un placer estar contigo aunque sea por media hora. Vaya placer.

viernes, 21 de febrero de 2014



Me siento en el borde de la cama. Mi cabello luce poco elegante en el espejo y cuando intento arreglarlo lo arruino más. Hay olor a sexo. Tal vez sea su sexo lleno de mis jugos que disfrutó sin saberlo por última vez. Más allá sobre la alfombra café veo un punto negro. Estiro mi pierna derecha y con habilidad alcanzo mis bragas. Las coloco sobre mis tobillos y sin pararme comienzo a subirlas para vestirme. Ahora me da vergüenza que me vea, mis nalgas desnudas que ha visto muchas veces, mi pubis sin depilar. El único coño no depilado que queda en la ciudad, pienso. Mi pantalón quedó lejos, allá cerca de la puerta. Lástima, sólo ahora se me ocurre eso de la intimidad y la vergüenza. Él sigue durmiendo del lado izquierdo de la cama. Esa misma mañana había estado a la altura de mi cadera jugando con su lengua a hacer el amor. Tengo deseos de abrazarlo, más como a un primo que no volveré a ver hasta el próximo verano que como mi amante de los últimos dos años. Lo hago cerrando los ojos, tratando de grabar la textura de su piel y la manera en que mis brazos se cierran contra su perturbadora delgadez. No lo recordaré. La verdad es que no me importa, sólo me hago la romántica en un intento desesperado de salvar algo de todo aquello, porque así he decidido que viviré siempre. En el fondo lo odio y espero no volverlo a ver al dejar hoy el motel . Aprovecho su sueño pesado para vestirme en “intimidad” y fumo un cigarrillo antes de decidirme a partir porque la parte decente de mi espera que se despierte para no dejar las cosas sin hablar y como en algún tiempo practicara el catolicismo espero que Dios lo despierte, si es su voluntad, antes de que el cigarrillo se apague para que las cosas se hagan de la manera correcta. Si no lo hace entonces será culpa de Dios o el destino y no la mía, porque tuve la intención. Salgo con gran alivio de la habitación. En el elevador la amarillenta luz de las lámparas me revelan un rostro ojeroso y lo siento ajeno, lo encuentro horrible pero reconozco que es el mío, y en cada uno de los cuatro espejos del elevador puedo ver mis pecas, mis labios secos y pálidos, mis viejas arrugas de sonreír, algunas nuevas en los ojos. Mi cabello aún vulgar. En la recepción no hay nadie y deposito mi llave en el buzón correspondiente. Ni una nota. Al salir a la calle el viento me despierta con su golpe helado, me dirijo, como siempre, a comprar café para llevar. Tengo vergüenza y, como nos sucede siempre en estas situaciones, la gente me mira y adivina lo que pasó, no lo de salir de un motel luciendo como lo hago, ni de las cosas pecaminosas que permití que hicieran con mi vagina pero de la imagen de él esperándome para ir a comprar café. De su mirada al comprender que es un idiota cuando vea que mis pantalones no están, sentado como yo al borde de la cama pero del lado izquierdo, sin ver lo que yo vi. Del tiempo que se tomará viendo debajo de la cama y detrás de la cabecera, buscando una llave que yo ya deposité en el buzón, sus manos sobando desesperadamente su cara, suspirando entre sus dedos, reprimiendo las maldiciones. Ni un mensaje en la bandeja de entrada. Camino durante dos horas tomando mi café. Me duelen los pies y la música que sale de mis auriculares me hace sentir que lo que hago importa, que yo importo y que merezco algo. Que lastimar mis pies es suficiente penitencia. Que el elevador del motel era una morgue con sus luces refulgentes y sus muros plateados. Que a la que salió a la calle por las puertas del motel el viento golpeaba por primera vez.

miércoles, 29 de enero de 2014

Oh...



Me despierto sin gran emoción. En algún tiempo, no hace tanto tiempo, me despertaba con mucha energía, planeaba los detalles, la música, los calcetines, el desayuno, la tarde, el humor. La mayoría del tiempo funcionaba. Hoy me despierto por inercia, porque sé que tengo que hacerlo. Todos tenemos que hacerlo ¿no?. Espero que el silencio me indique que el mundo se acabó. Sólo hay ruidos de gaviotas que parecen hacer el amor y ser degolladas al orgasmo, automóviles nerviosos y, de nuevo, la grúa a lo lejos construyendo un nuevo y feo edificio en la esquina. No me puedo mover, mis ojos son como dos canicas que se me antojan para tocarlas pero, ya lo dije, no me puedo mover. Pienso en mis sueños. Lo he visto de nuevo pero mucho menos. Cada vez menos. He estado en una fiesta con mi amor y nos abrazamos porque nos necesitamos, estoy segura que si alguien no me necesita esa es ella. Yo necesito a todos. Tanto. Me levanto poco a poco, busco mi celular en el piso, sigo pensando en ella y en nuestra fantasía de los sueños y los mundos paralelos que los implican. Uno en donde nunca necesité irme y despertamos juntos. Uno en donde me abraza por la noche en un bar, en el que decidí regresar y las cosas aún funcionaban. El universo en el que todo se fue a la mierda. El parque y el reencuentro. En el que todos siguen adelante y nadie se vuelve a ver. Espero que no haber despertado muy tarde porque es la cosa correcta, espero que sea tardísimo, lo suficiente para no haberme enterado que la casa se incendió y todos tuvieron que irse. Para no enfrentar la vida. Hace frío, siempre hace frío, comienza a cansarme. Desnuda el lento proceso de vestirme me regala tiempo para mi, para seguir con la tortura. Me estiro, me pongo las bragas, aprieto suavemente mis pechos que se relajan, el broche del brassier, el mismo pantalón de ayer que permanece en el piso como una estatua moderna, el mismo sueter, el mismo saco, calcetines disparejos. ¿Será verdad que todo se está yendo a la verga? Me miro al espejo y me encuentro vieja. Entiendo lo que son las fantasías, entiendo que se trata de mujeres obesas a quienes sigo alimentando de cebo y carnada, de basura negra y mojada con cabellos, que la comen de manera casi lujuriosa, que les gusta tocarse la vagina con una mano mientras se meten una bola de manteca en la boca con la otra. Entiendo de quién se trata. Y mientras yo intento parar el festín, sobrevivir el día, no destruirme por las noches, él se da por vencido. Se sujeta pero el dedo meñique ya se ha desprendido. Yo me sostengo tan fuerte que siento los rasguños en mis manos quemadas mientras la corriente del mistral me lleva en dirección contraria. Repaso una vez más mis palabras antes de salir, una vez más el reflejo. Sé que todo es pesado para personas como yo, que todo termina aplastándose, disminuyéndonos. Saboreo mi leche que se me sube a la cabeza. Cayendo por mis ojos, regresando al plato, mojando mi cereal.