Me siento en el borde de la cama. Mi cabello luce poco elegante en el espejo y cuando intento arreglarlo lo arruino más. Hay olor a sexo. Tal vez sea su sexo lleno de mis jugos que disfrutó sin saberlo por última vez. Más allá sobre la alfombra café veo un punto negro. Estiro mi pierna derecha y con habilidad alcanzo mis bragas. Las coloco sobre mis tobillos y sin pararme comienzo a subirlas para vestirme. Ahora me da vergüenza que me vea, mis nalgas desnudas que ha visto muchas veces, mi pubis sin depilar. El único coño no depilado que queda en la ciudad, pienso. Mi pantalón quedó lejos, allá cerca de la puerta. Lástima, sólo ahora se me ocurre eso de la intimidad y la vergüenza. Él sigue durmiendo del lado izquierdo de la cama. Esa misma mañana había estado a la altura de mi cadera jugando con su lengua a hacer el amor. Tengo deseos de abrazarlo, más como a un primo que no volveré a ver hasta el próximo verano que como mi amante de los últimos dos años. Lo hago cerrando los ojos, tratando de grabar la textura de su piel y la manera en que mis brazos se cierran contra su perturbadora delgadez. No lo recordaré. La verdad es que no me importa, sólo me hago la romántica en un intento desesperado de salvar algo de todo aquello, porque así he decidido que viviré siempre. En el fondo lo odio y espero no volverlo a ver al dejar hoy el motel . Aprovecho su sueño pesado para vestirme en “intimidad” y fumo un cigarrillo antes de decidirme a partir porque la parte decente de mi espera que se despierte para no dejar las cosas sin hablar y como en algún tiempo practicara el catolicismo espero que Dios lo despierte, si es su voluntad, antes de que el cigarrillo se apague para que las cosas se hagan de la manera correcta. Si no lo hace entonces será culpa de Dios o el destino y no la mía, porque tuve la intención. Salgo con gran alivio de la habitación. En el elevador la amarillenta luz de las lámparas me revelan un rostro ojeroso y lo siento ajeno, lo encuentro horrible pero reconozco que es el mío, y en cada uno de los cuatro espejos del elevador puedo ver mis pecas, mis labios secos y pálidos, mis viejas arrugas de sonreír, algunas nuevas en los ojos. Mi cabello aún vulgar. En la recepción no hay nadie y deposito mi llave en el buzón correspondiente. Ni una nota. Al salir a la calle el viento me despierta con su golpe helado, me dirijo, como siempre, a comprar café para llevar. Tengo vergüenza y, como nos sucede siempre en estas situaciones, la gente me mira y adivina lo que pasó, no lo de salir de un motel luciendo como lo hago, ni de las cosas pecaminosas que permití que hicieran con mi vagina pero de la imagen de él esperándome para ir a comprar café. De su mirada al comprender que es un idiota cuando vea que mis pantalones no están, sentado como yo al borde de la cama pero del lado izquierdo, sin ver lo que yo vi. Del tiempo que se tomará viendo debajo de la cama y detrás de la cabecera, buscando una llave que yo ya deposité en el buzón, sus manos sobando desesperadamente su cara, suspirando entre sus dedos, reprimiendo las maldiciones. Ni un mensaje en la bandeja de entrada. Camino durante dos horas tomando mi café. Me duelen los pies y la música que sale de mis auriculares me hace sentir que lo que hago importa, que yo importo y que merezco algo. Que lastimar mis pies es suficiente penitencia. Que el elevador del motel era una morgue con sus luces refulgentes y sus muros plateados. Que a la que salió a la calle por las puertas del motel el viento golpeaba por primera vez.
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