miércoles, 14 de agosto de 2013

Bodegones



El día va sin mucha diferencia a los que ya pasaron y a los otros. La pantalla en la pared se turna entre la hora, la fecha y el clima. Mi madre pinta un bodegón de limones que parecen naranjas en la otra habitación, ya lo he pensado y fui y le dije  “Mamá, en verdad que eres muy mala y si no puedes distinguir entre limones y naranjas sería mejor que te des por vencida”. Se giró a verme y por un momento sus ojos muy abiertos parecían mirar los gusanos de mi cerebro, luego la mano que sostenía el pincel se abalanzó con destreza hacia mí lanzando pequeños proyectiles de pintura verde que aterrizan unos en el suelo y otros en mis párpados y mejillas, el pincel se azota en mi cara y una diagonal verde me atraviesa de la oreja a la boca, bellísimo ¡lo mejor que has pintado!. No digo nada porque lanzar cachetadas ninja se ha vuelto la nueva costumbre de mamá, eso y los intentos de limones por toda la casa. A mi se me ha vuelto costumbre ver mucha tele y odiar a mi hermano, me es difícil entender que todos piensen tan bien de él. Hoy que es un día igual a cualquier otro decido que es hora de irse. La pantalla de la pared dice 32ºC y hace mucho calor, pero estoy segura que a quinientos kilómetros de aquí llueve, puedo oler los cerros mojándose, la carretera que los abraza se está moteando, las montañas son más verdes y llenas de nubes cuesta arriba y yo veo a mi lado derecho un lago y luego ese lago se cubre de naturaleza acuosa y verde, se cubre de pasto largo y sé que debajo hay patos, asnos, vacas; voy a ponerme a contar los autos blancos como el de papá para no aburrirme y espero que en ninguno venga él, si lo veo pasar me esconderé tras el pasto y lo saludaré pero él nunca sabrá que sí me despedí.
Mi cuarto tiene un tragaluz justo encima del mueble en el que mi mamá ha dispuesto y enfilado todas mis muñecas, todas ellas sentadas, estáticas, sonrientes con sus brazos incondicionalmente doblados. Todas me miran porque yo soy su Dios y ellas mis fieles feligreses que aguardarán por mi hasta el día en que decida regresar; están iluminadas con la luz que cae del cristal, triangular y difusa y parecen ángeles malditos más que mi rebaño. No me llevaré ninguna.
No tengo una maleta, no tengo la mayoría de edad o algo así. Tomo una funda de almohada porque eso sí que tengo dos. Desnudo la almohada y pienso en lo fea que es en verdad y guardo un montón de blusas, cuatro calzones (eso es importante) unos calcetines, un par de pantalones y un estuche de Polly Pocket que me gusta mucho; cruzo la sala en donde mi hermano llora en su corral como corderito huérfano, de la cocina cojo un cuchillo (he visto en la televisión hacer esto) quiero coger una mandarina pero las mandarinas están podridas como los limones de mi mamá. Salir silenciosamente de casa es fácil y una vez en la banqueta la funda de la almohada en mi espalda me da gran sensación de poder, ¡estoy feliz! Camino durante horas hasta que llego a la esquina, vuelta a la izquierda hacia la gran avenida, mi madre debe estar preocupadísima en estos momentos, así que sigo caminando excepto que al llegar al Colegio Simón Bolivar ya no sé qué hacer.

Mi papá está en casa lavando su auto cuando regreso y me saluda contento pero sin dejar de ver la franela que acaricia el auto blanco, no nota mi maleta de fugitiva. Dejo resignada el cuchillo en la cocina y mi hermano ya no está en el corral, debe estar dormido. No encuentro a mamá por ningún lado, entro en mi cuarto suelto mi funda en el suelo, me aviento desolada a mi cama y todas me miran.